I. PALABRA DETENIDA
I
Se apagan ya los fuegos
con que estalló la tarde en el crepúsculo
y se alza en puntillas la luna, sobre el horizonte,
estrenando su filo creciente de hoz. En tanto,
telarañas de nubes con rumbo al ocaso
encontilan sus pasos entre las cenizas
del atardecer (es la noche que cae
embadurnando, como gesto de un dios
arrepentido, la infinidad de trazo y coloreo).
Qué tal si no existiera esta penumbra
que aparenta tenuemente defendernos;
este lienzo bordado por lejanos luceros,
contra el cual se dibuja apenas sombra y silueta,
breve y apresurado esbozo de árbol, montaña
o septiembre. Qué sin este invierno en ardoroso
parpadeo de luciérnagas llameándose
ni esta luz –de pocos pasos – que desde mis ojos
alumbra mortecina contra la noche.
Qué sin esta conciencia del día, envueltos
solamente en la oscura preñez sepulcral...
Hasta entonces sabremos con certeza
cuánto errábamos, a ciegas y a tientas, el camino
hacia la estrella y si era cierta la sospecha
de que solos fingíamos distancia
sin advertir siquiera su señal:
la pista que tanto nos palpitó el corazón:
este túnel que el aire cincela, este poso
acumulado del día –contra el que tercos
braceamos hacia la superficie –, esta entrada
subterránea de carne y de sangre donde al fin
nos sumergimos.
II
Porque era necesario que todo
se ennegreciera para que se encendiesen
nuestras profundidades, para adivinar
el color que ocultaba el falso resplandor.
Era preciso que nuestro contorno cerrase
todas las ventanillas a la trampa de luz,
al ruido enceguecedor, al imantado olor
de los cerezos: todas las escotillas por donde
se cuela el mundo que apaga esta llama y espanta
de nuestros pechos la palabra desparramándola,
desgastando esta lumbre que por las noches,
en el insospechado ensayo, se enciende.
III
Pero ahora a salvo para siempre.
Vencidos ya la radio y los manjares,
el dolor y el amor ¡y toda la vida!
Disminuido a cero el volumen del rumor
que nos desviaba de este silencio
y agotado el poder de la divina Circe,
de metamorfosearnos (desfallecida
ya sin magia suficiente
para hacernos volver –ni con conjuros,
pues no existen más Lázaros, ni con llantos,
porque acabaron los padres).
Tomada la mudez que nos interna cada día
en la disolución de la frontera contra la cual
crecían nuestras uñas –frontera
delineada por mi nariz, sostenida por mis talones,
apenas traspasada por la mirada: vencedora
invicta y terrenal de nuestro crecimiento –
y cruzado por fin el umbral de donde
tantas veces –y en sueños – se nos regresó,
comienzo a descubrir que era yo mismo
quien se escuchaba, quien amó mi figura,
que era yo el ave de oblicuo vuelo de aquella tarde
deliciosa. ¡La tarde misma era yo!
Empiezo a distinguir la palabra que abre
y cierra tantas puertas, el cigarrillo
derramando su torpe silencio
sobre el cenicero, el camino del cual tanto
escuchamos y vimos escépticos su portal.
Y también el día que creí feliz. Cuando una frase
se desgajó
de pronto
en cataratas
y estalló la palabra en resplandores.
Fue la vez que entré encandilado
–por un camino que creí de dioses – a la estancia
de infinitos espejos, el momento cuando quise
navegar desatado al musical encuentro
con las sirenas (más era todo escollo
de muchedumbres y me hundí.
Caí en el laberinto del minotauro,
perdido el hilo para escapar y donde el verbo
nos desvanece su original sencillo significado).
No obstante alcanzo ya la puerta
definitiva a mi destino. Pero antes de entrar
vuelvo mis ojos en despedida. Atrás se ven
racimos diminutos de estrellas en espirales,
y en mi memoria se encienden
los juegos pirotécnicos de mi fiesta patronal
–los buscapiés que sueltan los toros “encuetados”
buscando embestir desde los tobillos
y mordiendo el polvo en las calles, antes
de subirse corneando –los más fieros –
a las aceras altas, rumbo a la feria
que da vueltas en la pequeña
plaza entre muros de mi niñez.
Se vuelve imperceptible ahora
el punto donde se encuentran el pasado
y el futuro –la pólvora en espera
y la que se quema. Esta vez voy más allá.
O mejor, más acá del sitio en donde
se inflama esta llama en ávido avance
quemando retorcidas hileras. Hasta estallar
en este sospechado amanecer donde el espíritu,
encendido también por las Parcas,
vuelve a arder.
GUACA
Recibí cruda la palabra
y la cargué por mis caminos.
Verde la recibí, y hasta su madurez
la escondo para ti en mis sombras,
a la espera del día cuando la llevarás a la orilla
de todo cuanto te rodea –incluido el ángel
que baja al verte y se planta
en mis talones. Que cuando él se asome
–así sea por mi retina –, yo ya te la haya dado
y la encuentre brillando entre tu cara,
alrededor de tus ojos,
en el medio de tu sonrisa.
GUARDANDO
A Noel y Octaviano: ¡Bravos!
Amable soledad, muda alegría
Antonio Hurtado de Mendoza
Si ardiendo solitaria la llama en tu pecho
te consumes temblando al pie de tu latido,
escondido entre tus pestañas, entonces vale más
acompañarse contra los aparecidos
y llamar de inmediato a los girasoles. Es mejor
sonar el cuerno de luna, abrir la puerta
al tenue camino entre casas encendido
y dejar entrar desnudos los bellos pies
hasta los rincones.
Mas si el fuego te hornea pan,
potrosa soledad, íntima luz… ¡Abre foso!
Levanta pétreo tu castillo y guárdate
de extender, a primera tentación,
tu puente levadizo.
ABRETE SESAMO
Nos rozaba el destino en el cruce
de las esquinas y en los silencios juntos.
Nos abría las puertas en busca del
encontronazo para hacernos entrar
en su voz y cumplir al fin la promesa
del gesto: este silencio secuaz,
entre suspiros –nuestra ofrenda del aire –
y el olvido del nombre. Sí, porque ya
aquí pocas palabras alcanzan y ningún
conjuro puede más contra la piedra
que el Sésamo de la caricia
y sus cuarenta ladrones.
ORACION PARA SONREIR
Que la sonrisa me crezca hasta las comisuras,
y desde allí se suelte a carcajadas y se vaya lejos.
No importa que sacuda a todos el pecho
ni que pase la noche persiguiendo a las estrellas.
No importa. Todo con tal que regrese;
que con el frío de la madrugada el último astro
se le desvanezca, el sueño
profundo la venza y venga otra vez
a tocar en mis labios con la yema dulce
de su índice. Que entre, Señor, de puntillas
en mi boca, que se duerma en mi lengua.
ODA HEROICA
Contra la zarabanda de espíritus
que inmundos se divierten entre nosotros
¡cierro mi puerta y alzo espartano mi espera!
Contra tromba y marea la enrisco
hasta su sazón: cuando
el último demonio enmudece
desfallecido frente a mi secreto,
y el viento y la mareta –ya sosegados –
pronostican en el horizonte el esquife
que nos lleva suave al arca de oro.
ESPERA BORGIANA
Después de abrir a todos la puerta
a sus caminos, el poeta se sentó en silencio
a esperar el regreso de aquellos fatigados de andar
por sus senderos y del último en tardarse lo más
que pudo en volver, en dar la vuelta lenta en la esquina
azul del vecindario y detenerse con exactitud
en la entrada donde se encuentra aún pintado, a lo largo
y ancho de la pared, su rostro reconocible
que no sonríe, pero sí guarda en cambio
carcajadas detrás de la tranquila
seriedad con que siempre nos recibe.
EL DESPERTAR
“Contemplad, madres, el libre vuelo de vuestro ser”
CMR, La insurrección solitaria
Si todo lo enseña un día con su noche completa,
es posible encontrar, entonces, en la vuelta del cero,
la ruta circular y el camino al punto inexistente – casi –
de las veinticuatro horas. Es probable además
que el rumor persistente de las olas, al escribir su signo
solitario en la arena, lleve consigo a la orilla el mismo
mensaje lejano y primitivo, y que la letra de un tango
o de un clásico del bolero adivinen también,
en su momento, cuándo palpita un corazón
apasionado y cómo hemos de hablar claro un día.
Aunque en verdad no basta el texto o la palabra
sapiencial. Ni siquiera es suficiente el conjuro
que sale en un susurro. Porque una frase
genial cualquiera la dice y hasta sin darse uno cuenta
se dice. Pero, oírla genial (como se califica en poesía
la cosa), eso sí es muy difícil –así parezca sencillo
y únicamente se trate, como dice Fulcanelli,
de reflexionar y poder seguir siendo simples
en el razonamiento.
Así es como aprende a cantar el rapsoda
la historia lejana, al menos a partir
de un sueño de expulsión y el despertar de pesadilla
en la caída al sitio donde esperan ahora cercanas
unas voces afuera, alrededor de unos quejidos, en el espanto
de ser dado a
y sin fosas nasales capaces de tragar de golpe
y a borbollones el soplo de un mundo nuevo.
La agonía en la entrada dura la misma eternidad
que el manoteo inútil y el alarido sin freno
por el regreso. Y sólo cuando
las lágrimas recién nacidas humeden
el sombreado pezón henchido es que puede al fin
el crío descansar de su primera
gran sed de sacrificio y cabecear exhausto
–ya en el regazo – su sueño confiado.
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