sábado, 10 de abril de 2010

Poemas de Manuel Martínez


Nadie me niegue vivir

A Melissa Solórzano

Nadie me niegue vivir estas horas

de aliento y ánimo

¿las últimas que me quedan?

Escucho en la penumbra una voz

que me llama

y acudo incierto a su encuentro.

Es el susurro del ángel en la penumbra

y ato mi cuerpo a su costado

albo alado,

dejándome llevar por el aire.

Nadie me niegue nunca

qué debí hacer conmigo,

qué debí ser contigo.

Me debato en mis horas de espera

y encuentro en tu llegada paz,

sosiego, reposo.

El reposo del amante que espera.

Nadie me niegue vivir

este momento único

de saberte clavada a mi costado

vibrando junto a mi pecho

jadeante, con el boqueo del pez

fuera del mar.

Nadie me niegue de ti tus horas

tus llegadas tardes y puntuales

mi larga espera que se funde con el sol

crepuscular hasta que se cierne

la penumbra, la noche.

Entonces somos únicos, irrenunciables,

irrepetibles, hundidos en lo profundo

de este último rincón del paraíso.

Carbones encendidos son tus labios

Impurezas borraron de su cuerpo

con un carbón encendido,

purificaron sus labios (Isaías 6, 29)

Pronunció el nombre Innombrable

delante de la presencia del horror

que pudo matarlo.

Yo quise limpiar las impurezas de mi cuerpo,

purificar mis labios con tus labios,

con tu boca como carbones encendidos.

Y pronuncié tu nombre

pero no hubo horror a lo innombrable.

Recuerdo la lluvia, las nubes oscuras.

Estuvimos solos esa última tarde

de cielo gris con vientos de la meseta

y te marchaste por la calle de la parroquia

hacia el sur, al encuentro con tu propio destino.

¿Pude morir ante el horror de lo innombrable?

Y ahora, este desasosiego

me agobia y me domina.

Para Melissa

Yo me paseé por la Gran Vía, en Madrid,

por los andenes del parque El Retiro

y tuve frío, no hambre.

De paso hacia Venecia miré Siena, la Basílica

de Florencia, y vi pasar las góndolas,

la pequeña isla del cementerio enfrente.

Y me fui a las Islas, a Murano.

Dentro de los cristales las aguas

verdosas del Adriático.

Miré a las muchachas de tez blanca

como bandadas de palomas en la Plaza San Marcos.

Maravillado de cuanto vi y toqué, regresé.

Nunca imaginé que años después,

una noche inesperada,

vendría a encontrarte,

sola

Último rincón del paraíso

La ciudad en penumbra.

Temprano por la tarde, el bar bullía atestado.

Y partimos a las afueras

para aislarnos de miradas inquisidoras.

Querían vigilar nuestros pasos,

y nos han seguido hasta el último rincón del paraíso.

Viniste cadenciosa a quedarte dentro de mí.

Abrías una puerta y la cerrabas,

el pasillo a oscuras y el fondo perdido en la sombra.

Estoy hablando de tus labios.

Para que toda palabra se mutara en marca,

en signo de tu propio misterio, indescifrable,

y el cursar de las horas en una agonía sorda

en el cuarto.

No eras tú si no tu sombra,

un perfil, trazos borrosos,

tu rostro en el silencio nocturno,

en la penumbra rosada del alba.

Y fiel a tu esencia femenina despertaste del sueño.

Un sueño que te guarda,

te protege como el seno de una madre.

Supuse tus temores en la mirada lánguida

y adormecida, indecisa, fuiste entrando en otro sueño,

y desde el fondo de tu cuerpo te llamé,

dije tu nombre,

y no supe si otra tarde cualquiera volverías.

Íngrimos dos jóvenes

Dos jóvenes íngrimos

sentados en la grada del portal de su casa.

La resolana de la tarde ciega

la calle solitaria.

Ensimismados, nadie existe,

a nadie atañe este su estarse quietos,

abandonados a su propio quehacer.

Ni extraño es que se busquen estando juntos.

Comparten pan dulce y bebidas frías

unos besos furtivos y caricias.

Imaginan su mundo desgreñado,

amándose.

Limpios y arrogantes se olvidan por un momento

de todo.

¿Acaso algún amor fue mejor

que el de estos dos muchachos,

incomprendidos tal vez por el desacierto

de sus mezquindades, sus traviesas

maneras de no haber querido ser

sino sólo él y ella,

a su propio despecho y de los demás

que los rodean?

Inexistentes para el mundo de esta tarde,

existen y están

aunque parezcan estáticos

sentados a la sombra de la casa,

huyen, escapan de la mirada y la sentencia

que no repara sino en sus devaneos,

en su amor juvenil, irresponsable

incierto.

Apartados de la gente y por el mundo

olvidados. Inevitablemente

repicarán las campanas de la parroquia

obligándolos a un retorno imperecedero.

Fusilamiento

Niños desertores

acusados de traición

frente al pelotón de fusilamiento.

Han llamado a sus padres, a sus hermanas

y hermanos

a la ciudad entera.

El lugar fue el Parque,

de espaldas a los jóvenes

las bancas blancas de concreto

debajo de la fronda oscura de los altos árboles.

La detonación las descargas el grito

de dolor y el alarido de las madres

el estupor.

No hubo noticia en los periódicos.

Quedó el repudio.

El Ejército dejó los cadáveres tendidos en la intemperie

para ejemplo y escarmiento.

Días después sus familias los enterraron.

Esto ocurrió en Bluefields

en el año de 1986.

Managua

¡Ay, Managua! Mi pobre ciudad

desordenada y sucia

acosada por el lago pútrido

por el callejón de la Muerte

sin centro urbano y sin forma

arquitectónica.

Mi vieja ciudad demolida por un terremoto.

Tus sueños de grandeza,

sueños fueron, pasado que

no cesa de caer sobre los tejados de zinc

bajo un crepúsculo azafranado,

la crestería solar hundiéndose en el horizonte,

y tus calles trepidantes con el tráfago

a la salida del trabajo

buscando las afueras.

Managua, nada me has dado.

Nada te debo.

Y pese a mi queja de dolor y abandono

siempre serás mi pequeña ciudad

a donde mis sueños vuelven.

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