jueves, 1 de abril de 2010

Poemas de Erick Aguirre

Poemas de Erick Aguirre

Miedo

Los poetas y los libertinos
también conocen el miedo.

Y lo confiesan
con ese horror simpático
destilando en sus lenguajes.
Lo confiesan
y le dan nombres distintos al del miedo,
pero no hay semejanza posible
entre una tarde gris,
un cielo extraño o lívido
y una tristeza abierta
como la boca de un muerto.

Ni los cielos son como arenales
ni las nubes de la tarde son ciegas
ni el corazón del poeta
ni el del libertino,
tienen llantos de princesas olvidadas
en el fondo de palacios desiertos.

Pero ellos
(el poeta, el libertino)
un día se cansaron de imitar al cielo,
o las nubes de la tarde
o el llanto de las princesas,
y decidieron destrozar
sus inútiles espejos
con la magia de lo invisible,
con el discreto encanto de sus miedos,
con el indecible horror de su nuevo lenguaje.

Saldo

Ella dice que intentó
llamar primero. Después
trató de enviarle
un mensaje de texto
reprochando con dureza
su mal comportamiento,
pero el teléfono celular
ya no tenía más minutos.

El toma su rostro
entre las manos,
y mirándola a los ojos
le responde:
“Y aquí en tu corazón
¿todavía tengo un saldo?”

Septiembre 2007

Deserción

Nunca estuve ahí,
donde siempre me quisieron.
Aunque corrí junto a ellos
y cubrí sus espaldas
mientras huían del fuego;
aunque muchas veces fui salvado
por el espíritu alerta
de tantos buenos compañeros,
o por el pecho generoso
de un robusto camarada
interponiéndose entre el mío
y la bala que venía a herirme;
aunque sudé con ellos,
sufrí con ellos, reí con ellos;
aunque nuestras lágrimas
abrieron surcos
y se unieron al torrente salado,
incontenible,
de los amigos muertos;
aunque todos ellos
me llamaran por mi nombre,
repitiéndolo y repitiéndolo,
diciendo sé valiente,
sabemos que nunca le has temido,
que siempre la has retado,
que la has tenido cerca
y la has dejado huir ruborizada,
avergonzada de nosotros,
de nuestras viejas cruces de madera
roídas por el tiempo,
de nuestros cuerpos descompuestos,
agujereados, decapitados,
maniatados por la espalda
a la orilla de los caminos
o en nuestras fosas comunes
o nuestras tumbas clandestinas;
aunque tanto me tentara
volver a oír sus risas, sus canciones
sus cuentos de borrachos
en las horas del descanso;
jamás les hice caso. Me negué
porque siempre estuve bien seguro
de que nunca estuve ahí,
donde siempre quisieron que muriera.



Encuentro
Espacio en ruinas,
encuentros, desencuentros
que agitan esta página,
este sitio imposible
en el que se avecinan las cosas;
figuraciones del aire
que la voz inmaterial de mis dedos
(de estas teclas)
transcribe, clasifica, yuxtapone,
despliega en el espacio impensable,
abierto de nuevo en esta página,
en el súbito relámpago
de mi encuentro con el poema.
Diciembre 2005

Fotografía con moleskine
La madrugada me sorprende imaginando
--mientras contemplo esta foto
en la que mis ojos irradian tanta dicha
(la felicidad del hombre
en la caída sin fin de un dulce abismo)
y su rostro sonríe iluminando las sombras
que acechan nuestro abrazo--
si esta noche habrá escrito mi nombre
en las primeras páginas
de su nuevo moleskine.
Me pregunto cuánto tiempo
se habrá sentido sola,
devorada por la nostalgia
en la pequeña habitación de aquel hotel
cerca del Zócalo de México,
mientras yo desde aquí la contemplo,
sonriente como una diosa,
iluminando nuestro abrazo,
perfeccionando esta unión,
sosegando sus turbulencias,
aferrando sus dedos en mi hombro,
viéndome como yo también la miro desde aquí,
enamorado y feliz,
tratando también de nombrarla
con el murmullo seco de mi nostalgia;
imaginándola allá,
en el bullicioso y contaminado valle de México
(la gran Tecnochtitlán asediada por los vendedores),
escribiendo con nostalgia mi nombre
en las primeras páginas de su nuevo moleskine.

Mayo 2007.


Nuestros poemas
Robert Capa, el fotógrafo,
dijo que hacía sus tomas
como quien escribe un poema.
Pero en realidad no fueron hechas
para cantarse,
sino para mostrarse.

Viejos poetas
He visto algunos poetas
envejecer infelizmente.
Los he visto incluso
recobrar decrépitos su estrella.
Los he visto achacosos,
provocando reverencias
o humillando a sus visitas,
siendo crueles
con los jóvenes ingenuos
que se acercan efusivos
a perturbar su egoísmo.
Los he visto caminar,
visitar a enfermos en los hospitales
para luego sentarse a comer
y al mismo tiempo mentir
o insultar con ferocidad
a sus viejos amigos.
Los he visto esbozar anchas sonrisas
frente a las grandes preguntas del mundo,
y después encogerse de hombros,
con la cabeza gacha,
como intentando decir:
"así están las cosas".
He visto sus ojos, sus iris
flotando en un mar turbulento
donde la esperanza
desgraciadamente hace falta.
Mayo, 2003

Derrumbe
Para Gudrun Sagasser
Hay una Alemania que sufre
el triunfo de la otra Alemania.
Pude verlo yo mismo una mañana de mayo
desde la ventana de mi cuarto
en el apartamento de Gudrun
(esquina de Halskestrase, en Nüremberg;
junto a la estación del metro Maffeiplatz),
mientras contemplaba a la gente
asomando en los balcones,
celebrando la llegada
de un pálido sol primaveral
que los hacía abandonar
el encierro aburrido de sus pisos
para bajar a las calles y entrar a las tiendas.
No parecían, aquellos hombres y mujeres,
cultivadores de flores
y pequeñas plantas exóticas
en el mínimo espacio de sus frágiles balcones;
haber sobrevivido a las peores épocas del siglo.
No parecían, sus viejos labios
aún partidos por el frío del pasado invierno,
haber pronunciado alguna vez
himnos de muerte y de victoria.
No parecían, sus viejas manos atrofiadas
tomando temblorosas los víveres
y hurgando en sus carteras
el dinero de la compra en el mercado,
haber sobrevivido a la destrucción y a la guerra.
Ellos fueron los dioses invisibles
que hicieron posible el gran milagro alemán.
Pero simplemente envejecieron
y heredaron a sus hijos
una nación fuerte y dividida:
el desgarramiento moral del consumismo,
la disidencia política y el silencio,
el materialismo creciente de la vida,
la desesperación inmigrante y la oscura xenofobia.
Los veía desde arriba
moviéndose en las calles como hormigas,
entrando y saliendo de la tienda
o hundiéndose tranquilos
en la garganta oscura de la estación;
y pensaba que nosotros,
al otro lado del océano,
disputamos a otros dioses
la vigencia de otros nombres.
Arrastrados por los sueños y el amor
hasta los más hondos y dulces abismos,
abrimos diariamente otras ventanas
y hablamos con la voz
de otros hermanos perdidos...
Los miraba desde arriba
y recordaba la pregunta
del poeta borracho
en la vieja cantina de Managua:
-¿Deben unirse las alemanias?
Entonces escuché el sollozo
de Gudrun Sagasser en la cocina
(sus pinturas esparcidas en mi cuarto de huésped,
rechazadas por obscenas en las mejores galerías,
reflejaban –según los críticos- la decadencia
de un tiempo abolido que ya nadie quería recordar).
Sabía bien que no era
simplemente soledad
lo que inundaba su llanto,
o el desamor y el abandono de su amante.
Era también el dolor
de no poder abrir ya más la ventana
y dar la cara a un mundo que la acepte.
En la cocina su viejo amigo,
el bueno de Mijail emigrado de Rusia,
acostumbrado a confesar con miedo
la simple verdad de ser homosexual;
le acaricia sus cortos cabellos de hombre
para que ella, inclinada sobre la mesa,
se entregue sin reserva a los sollozos.
-Are you okay?
Y aunque se yergue de pronto
secándose el rostro,
sus ojos celestes me miran
y de nuevo se inundan...
-Nain, nain –me dice por fin.
Y en sus ojos reconozco el derrumbe.
Noviembre, 2002

Arder en el camino
Te han dicho muchas veces
(¿desde hace cuánto tiempo?)
que estás lleno de vida.
Pero yo que te soporto,
yo que soy ese hondo suspiro
que te sostiene desde dentro,
te pregunto sino será muy tarde
cuando aprendas por fin
a no necesitarme,
cuando abraces
definitivamente la tierra
y te fundas con el cosmos.
Polvo estelar, grasa,
carne, huesos, humus humano,
depósito efímero del alma
donde reposa y se concentra
la oscilante energía
de una inteligencia simple,
infinitamente sola
en su atómico tumulto.
No me queda más
que seguir cargando contigo,
con tu pesada y dulce carga,
y dejar que de nuevo la vida,
mientras caminamos y reímos,
nos haga arder a los dos en el camino.

Los elíxires del Diablo
“Así vi al Diablo anoche:
posado sobre mi pecho
como un juguete horrible”
(Carlos Martínez Rivas)
En una calle de Bamberg, Alemania,
frente al número 26 de Schillerplatz,
bajo un castaño joven
que mira hacia viejos balcones;
estuve asustado esperando
a que mis colegas salieran
de la vieja casa donde vivió Hoffman.
Ernesto Teodoro Amadeo Hoffman
estaba ahí, mirándonos subir penosamente
los peldaños de su casa,
laberíntica y estrecha,
llena desde hace siglos
con su invisible presencia.
Bogdan Zalewski, mi amigo de Kracovia,
quizás pensó que aquello sólo era un disparate.
Él, que sabe distinguir
la esencia de los sueños,
su misterioso y difícil significado
bordeando los lindes
entre la vida y la muerte;
no sintió el frío espantoso
de su absoluta mirada
que me llevó a salir corriendo hasta la calle,
a buscar en el refugio de un castaño
el sentido de las cosas más allá de la razón.
Fue el destello deslumbrante de la casualidad,
esa revelación trascendente y espontánea
que nos hace arrojar piedras
en la plácida laguna de la lógica;
lo que me enfrentó a su rostro,
a sus ojos de fraile esquizofrénico
mirándonos a todos con cínica inclemencia.


Arder en el camino
Te han dicho muchas veces
(¿desde hace cuánto tiempo?)
que estás lleno de vida.
Pero yo que te soporto,
yo que soy ese hondo suspiro
que te sostiene desde dentro,
te pregunto sino será muy tarde
cuando aprendas por fin
a no necesitarme,
cuando abraces
definitivamente la tierra
y te fundas con el cosmos.
Polvo estelar, grasa,
carne, huesos, humus humano,
depósito efímero del alma
donde reposa y se concentra
la oscilante energía
de una inteligencia simple,
infinitamente sola
en su atómico tumulto.
No me queda más
que seguir cargando contigo,
con tu pesada y dulce carga,
y dejar que de nuevo la vida,
mientras caminamos y reímos,
nos haga arder a los dos en el camino.






1 comentario:

  1. Buen aporte, pero es una lástima que los títulos no sean resaltados. De esa manera se evitarían confusiones.

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